Por: Manuel Cerna
En Colombia, las fuerzas militares y de policía han sido, históricamente, actores controvertidos. Durante los gobiernos de derecha, su papel estuvo marcado por denuncias de vínculos con narcotraficantes, los tristemente célebres falsos positivos y una presencia que, en lugar de institucionalidad, parecía traer consigo bombardeos y operativos que a menudo dejaban en la sombra a las comunidades, especialmente las más vulnerables.
Sin embargo, durante el gobierno de Gustavo Petro, se ha observado un fenómeno inédito: la imagen de las fuerzas militares ha comenzado a repuntar, esta vez con un enfoque centrado en los derechos humanos y una mayor precisión en las operaciones.
Bajo el nuevo gobierno de izquierda, se ha reestructurado la manera en la que las fuerzas del Estado se relacionan con la ciudadanía y el territorio. A través de una política que prioriza los derechos humanos, se ha buscado cambiar la percepción de que la presencia militar solo implicaba represión. Petro ha enfatizado la importancia de una doctrina militar más acorde a los desafíos de la paz y la democracia. Esta visión se ha reflejado en un aumento de la precisión en las operaciones, buscando no solo cumplir con el deber de protección, sino también garantizar que los derechos de las comunidades sean respetados en cada acción.
Además, el gobierno ha marcado un antes y un después en cuanto al bienestar de los soldados rasos. A pesar de que la derecha se autodenominaba la "protectora" de las fuerzas militares, los soldados que prestaban su servicio eran remunerados con salarios precarios, rozando la explotación. Esta narrativa de cariño quedó en evidencia como una fachada: el verdadero compromiso con la dignidad de los soldados se ha visto, por primera vez, con la llegada de un gobierno de izquierda. Petro implementó un salario mínimo para los soldados rasos, una medida que, más allá de ser justa, reconoce el esfuerzo y sacrificio de aquellos que, día a día, arriesgan sus vidas.
Otro cambio significativo ha sido la democratización del acceso a la formación militar. Antes, las escuelas de formación para oficiales estaban reservadas, de facto, para aquellos que contaban con recursos suficientes para costearlas. Esto perpetuaba una barrera socioeconómica que dejaba fuera del liderazgo militar a jóvenes de sectores vulnerables. Sin embargo, la administración actual ha abierto las puertas de estas escuelas a quienes históricamente habían sido excluidos, permitiendo que la carrera militar no sea un privilegio de pocos, sino una oportunidad para muchos.
En este contexto, la imagen de las fuerzas militares ha mejorado considerablemente. Por primera vez en décadas, las encuestas muestran un repunte de la opinión favorable hacia las instituciones armadas. Las razones son claras: un trato más humano a los soldados, un esfuerzo por acercar la institucionalidad a las comunidades en lugar de confrontarlas y, sobre todo, una política que no ve a las fuerzas militares como instrumentos de represión, sino como actores fundamentales para la consolidación de una paz estable y duradera.
Las fuerzas militares, bajo el gobierno de Petro, han pasado de ser vistas como un aparato al servicio de intereses oscuros a ser percibidas como instituciones en proceso de transformación, comprometidas con una Colombia más justa y equitativa. Aún quedan desafíos por delante: la desconfianza acumulada durante años de errores y abusos no se borra de la noche a la mañana. Pero lo cierto es que, por primera vez, las fuerzas militares están siendo parte de una narrativa diferente, una donde el respeto a los derechos humanos y la dignidad de sus propios integrantes es el eje central. Y eso, en un país acostumbrado a la guerra, es un cambio significativo.
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