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Pegasus y la vigilancia estatal en Colombia

Foto del escritor: Acta DiurnaActa Diurna

Por: Héctor Díaz Revelo



El caso de Pegasus en Colombia, una herramienta de espionaje cibernético desarrollada por la empresa israelí NSO Group, plantea interrogantes fundamentales sobre el alcance de la vigilancia estatal y su relación con la obra "1984" de George Orwell, así como con los análisis contemporáneos de Antony Loewenstein en su libro "El laboratorio Palestino". Ambos textos ofrecen claves para entender la proliferación de sistemas de espionaje masivo y su impacto en países donde la lucha popular, como he dicho, sigue vigente.


En el libro titulado “1984”, Orwell describe un régimen totalitario donde el "Gran Hermano" controla todos los aspectos de la vida, vigilando cada movimiento y pensamiento de los ciudadanos (1948). La vigilancia masiva se convierte en el eje de la represión política, asegurando la sumisión al poder mediante la omnipresencia de la tecnología.


Ese control estatal se ejerce a través de programas (software), cámaras, telepantallas y micrófonos que no solo monitorean a los ciudadanos sino que también los condiciona psicológicamente. Por ejemplo, a través de la propaganda y la difusión de noticias falsas, generando odio desmedido contra regímenes llamados ahora progresistas como el de Gustavo Petro.



La denuncia que hizo Petro sobre programas como Pegasus simbolizan esta capacidad intrusiva y totalitaria de la ultraderecha criminal que encarnó el gobierno de Duque. Aunque se presentan como herramientas para combatir el crimen y el terrorismo (narcotráfico), su uso, se habría desviado hacia el espionaje de civiles, periodistas, jueces y líderes sociales.


El uso indebido de Pegasus evoca directamente este abuso de poder descrito por George Orwell en 1984: "el Estado utiliza la tecnología para consolidar su poder y reprimir cualquier disidencia".


En “El laboratorio Palestino”, Antony Loewenstein analiza cómo Israel ha convertido la ocupación de Palestina en un terreno de prueba para tecnologías de vigilancia y control, que vende y distribuye por el mundo sin pudor (traducido en 2024).


Empresas como NSO Group (Pegasus), Elbit Systems, e Israel Aerospace Industries, entre otras, desarrollan herramientas que son probadas en la población palestina antes de ser exportadas a regímenes de todo el mundo. Este "laboratorio" sirve no solo para perfeccionar estas tecnologías sino también para legitimar su uso bajo el pretexto de la seguridad nacional.


Son las chuzadas de siempre pero más sofisticadas. Lo mismo pretendieron hacer estas empresas en nuestro país con la complicidad de gobiernos anteriores y el silencio cómplice de los medios de comunicación de los grandes conglomerados económicos.


Programas de espionaje como Pegasus, Mitiga y herramientas como el gusano informático Stuxnet, co-desarrollado por Estados Unidos e Israel, reflejan cómo las tecnologías creadas inicialmente para conflictos militares o de seguridad nacional terminan siendo utilizadas para espionaje político y la persecución de civiles desarmados.


Estas herramientas representan un mercado global donde los principios éticos son irrelevantes frente a los intereses económicos y estratégicos. La proliferación de estos sistemas plantea preguntas sobre la responsabilidad ética de los productores y consumidores de tecnología de espionaje, aspecto que por lo visto no es tema de editorialistas, organismos de control e investigadores sociales.


Mientras tanto, los productores buscan maximizar beneficios, y los consumidores —en este caso, gobiernos y entidades privadas— las emplean para reforzar estructuras de poder y silenciar voces críticas.


Así, en mi opinión, el "Gran Hermano" de Orwell, que algunos ven con eufemismos, no es solo una metáfora literaria, sino una realidad materializada en dispositivos y algoritmos diseñados para controlar y reprimir. Por eso, aunque no nos guste, Petro dio en el clavo con algo de temeridad al haber denunciado esa cuasiclandestina adquisición en el gobierno de Duque.


En este contexto, es pertinente preguntarse si: ¿Es el Gran Hermano? La respuesta se inclina hacia un sí contundente. La vigilancia masiva no es solo una herramienta de los Estados totalitarios, sino también de democracias que, bajo el pretexto de la seguridad nacional, adoptan prácticas represivas que vulneran los derechos humanos.


Lo cierto es que, como en “1984”, el poder absoluto, la derecha y ultraderecha criminal, y la vigilancia omnipresente se consolidan a expensas de la libertad y la privacidad de los ciudadanos. En el “Laboratorio Palestino”, el panorama es más asqueante dado que se trata de eso, de ser un laboratorio de prueba de que, con el pueblo palestino, con los habitantes de Cisjordania y los pobladores de los altos del Golán, armas israelíes y programas de vigilancia cibernética, sí funcionan. Su venta, de esta manera, es asegurada en los mercados del mundo.


La limpieza étnica en la franja de Gaza, es un genocidio, un hecho inhumano ante los ojos del mundo y de la inoperante e ineficiente Naciones Unidas. Allí se perpetra la criminal eliminación y de sobra, les queda la muestra de la eficacia de sus programas (software) de persecución y estigmatización.



La falta de moralidad en este mercado global de vigilancia refuerza la conclusión de que, mientras no exista una regulación estricta y un compromiso ético real, la tecnología seguirá siendo utilizada para oprimir, más que para proteger.


El crudo panorama nutrido por las observaciones de Antony Loewenstein en su reciente libro publicado en 2023, revela una profunda contradicción en el sistema internacional de derechos humanos: "las mismas instituciones que deberían garantizar la protección y promoción de estos derechos se ven atrapadas, e incluso comprometidas, en redes de dependencia con actores que desarrollan y comercializan tecnologías opresivas y criminales".


El hecho de que la ONU haya otorgado contratos de seguridad a empresas como Elbit Systems, Merc Security e Israel Aerospace Industries para operar en bases de Mali, utilizando tecnologías de vigilancia avanzada, es alarmante. Estas empresas no solo son conocidas por desarrollar herramientas utilizadas para la vigilancia y el control de poblaciones ocupadas, como los palestinos, sino que también han sido denunciadas por su implicación en violaciones de derechos humanos.


Los de la ONU se "habrían impresionado" al descubrir que las empresas mencionadas como Elbit, Merc Security y Israel Aerospace Industries, se "habían ganado los contratos de proveedores de seguridad de sus bases en Mali, y el trabajo incluía instalar cámaras de circuito cerrado, drones y sistemas de detección de amenazas" (Loewenstein pag 123).


La ONU, teóricamente una defensora global de la vida y la dignidad humana, actúa como "convidada de piedra" al emplear compañías que han perfeccionado estas estrategias opresivas y no puede decirle al mundo que “no lo sabía”.


Esto no es un simple descuido, sino una muestra de cómo las dinámicas de poder y seguridad globales sobrepasan las prioridades éticas. Las Naciones Unidas, por su naturaleza, dependen del apoyo financiero y logístico de los Estados miembros, muchos de los cuales son grandes compradores y vendedores de estas tecnologías (Estados Unidos, Reino Unido e Israel).


Esta dependencia limita su capacidad para confrontar a las empresas y gobiernos que alimentan este sistema. Por eso, sigue siendo válida la propuesta de Hugo Chávez y otros lideres como Fidel Castro, de una reconfiguración de la ONU, sin dilaciones, comenzando por una itinerante sede física, claro está.


Lo mismo ocurre, para desgracia de los pueblos explotados del mundo, con el papel de las cortes internacionales, como la Corte Penal Internacional (CPI), que, entre otras cosas, debería ser el de investigar y sancionar el uso de tecnologías de vigilancia que contribuyen a violaciones de derechos humanos.


Sin embargo, estas instituciones enfrentan serios obstáculos: La falta de jurisdicción efectiva. Muchas de las naciones y corporaciones involucradas en la proliferación de estas tecnologías no están dispuestas a someterse a la jurisdicción internacional.


Israel, por ejemplo, no es miembro de la CPI, lo que limita las posibilidades de investigar el uso de herramientas como Pegasus o las operaciones de Elbit Systems.


Existe hoy una oprobiosa presión política y diplomática: Los países más poderosos, incluidos los grandes exportadores de tecnología militar y de vigilancia (el Israel genocida) bloquean y socavan investigaciones internacionales. Esto incluye a Estados Unidos, que ha apoyado y utilizado estas tecnologías, y que ha tomado medidas activas para debilitar a la CPI.


Además debemos hablar de la complejidad probatoria: Demostrar, por ejemplo, la conexión directa entre el uso de estas tecnologías y las violaciones específicas de derechos humanos como un desafío técnico y legal.


Lo que es peor y a veces causa risa, es que las empresas detrás de estas herramientas tecnológicas suelen operar con altos niveles de opacidad y mediante contratos protegidos por cláusulas de confidencialidad. Tal cual lo mencioné arriba cuando la ONU sabe y contrata esas empresas para una de sus bases en Mali, en África.


Entonces, el derecho humano más básico, la vida, está en el centro de este sistema de vigilancia global. Las tecnologías de espionaje, drones y sistemas de detección no solo violan la privacidad, sino que también son herramientas de control político y social que facilitan desapariciones forzadas, asesinatos selectivos y represión masiva.


En lugares como Palestina, periodistas y defensores de derechos humanos han sido asesinados y atacados utilizando estos sistemas, eliminando voces críticas y desmantelando cualquier resistencia organizada. Hace diez años, el semanario Charlie Hebdo, fue blanco de seguimiento y aniquilación para silenciar la crítica implacable a lo establecido. En Colombia, dos centenares de periodistas y líderes sociales han sido eliminados usando la misma estrategia durante el conflicto social y armado.


La proliferación de estas tecnologías también tiene un impacto devastador en los derechos colectivos. Con estas herramientas de vigilancia cibernética hay comunidades enteras y pueblos en pie de lucha por la liberación y la autodeterminación, miserablemente atrapados en estados de vigilancia constante, generando un ambiente de miedo y autocensura.


Esto no solo socava la vida individual, sino también la capacidad de las sociedades para organizarse y resistir. Convierte, por ejemplo, a los periodistas en multiplicadores únicamente de información oficial, actuando simplemente bajo los términos de la autocensura o de las imposiciones de los dueños de los medios de comunicación.


El panorama es sombrío, pero no necesariamente irremediable. Para que las cortes internacionales y las instituciones globales recuperen su capacidad de actuar, se necesitan varios cambios, entre los que citan estudiosos e investigadores de algunas universidades del mundo, los siguientes:


1. Fortalecer la independencia institucional: Las instituciones internacionales deben contar con mecanismos que las protejan de las presiones políticas y económicas de los Estados miembros más poderosos.


2. Transparencia en la adquisición de tecnologías: La ONU y otras entidades deben garantizar que sus contratos con proveedores sean evaluados desde una perspectiva de derechos humanos. Esto incluiría vetar a empresas con historiales documentados de abuso.


3. Un marco regulatorio internacional: Es urgente establecer normas vinculantes para la exportación, adquisición y uso de tecnologías de vigilancia, asegurando que no se empleen para violar derechos humanos.


4. Apoyo a las víctimas y denunciantes: Los defensores de derechos humanos, periodistas y comunidades afectadas por estas tecnologías necesitan mecanismos de protección y reparación que las cortes internacionales pueden implementar.



En conclusión, se puede afirmar que el silencio o la inacción de las instituciones globales frente a estas estrategias de control ciudadano es un reflejo de la dinámica orwelliana, que Orwell y Loewenstein denuncian, cada uno a su manera. En Colombia se debe llegar hasta el fondo de las investigaciones sobre la compra de Pegasus y su uso indiscriminado.


Volver a leer “1984” no solo ha sido enriquecedor sino un buen ejercicio para aterrizar en esta cruda realidad. Contrastar medio siglo después con lo expresado por Antony Loewenstein en el Laboratorio Palestino, es desalentador.


Sin una transformación radical, la vigilancia masiva seguirá siendo una herramienta de represión más que de seguridad, y los sistemas internacionales de justicia parecerán cómplices más que aliados de quienes luchan por sus derechos.


La pregunta no es solo si podemos detener al "Gran Hermano", sino si las instituciones actuales tienen o tendrían la voluntad o la capacidad de hacerlo.

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