Por: David F. Cruz Gutierrez
Una de las discusiones más difíciles que ha enfrentado el Ministerio de Igualdad y Equidad es el diseño de la política pública frente a la prostitución, el modelaje webcam y otras actividades sexuales pagas. La dificultad radica en un dilema complejo, asociado al papel del Estado y sus intervenciones en asuntos que, política y moralmente, son controvertidos.
A continuación, intentaré reconstruir el núcleo de la discusión, mostrando cada posicion en su mejor luz e intentado salir de su supuesta oposición, ya que creo que en el fondo persiguen el mismo fin. Sin embargo, están atrapadas en un dilema y, en mi criterio, en una trampa que, para efectos de esta columna, denominaré "Lo mejor es enemigo de lo bueno".
La primera posición es el abolicionismo, defendida públicamente muchas ONG y por la sociedad civil, que forma parte de una tradición feminista que ha desempeñado un papel fundamental en la defensa de los derechos de las mujeres. El centro de esta postura radica en un concepto fuerte de dignidad humana, que sostiene que la sexualidad no puede mercantilizarse, ya que es una dimensión del ser humano que trasciende las lógicas del mercado. Cuando esto sucede, los efectos y la violencia resultan insoportables: las mujeres en condición de prostitución no están trabajando, sino que están sometidas a un sistema de dominación y extracción de capital basado en su cuerpo y sexualidad, lo que las estigmatiza, marca y ultraja, causando, en muchos casos, la muerte. Incluso cuando parece que una mujer ejerce la prostitución de forma voluntaria, sin necesidades económicas, sigue estando bajo un sistema cultural y político —el patriarcado— que convierte la sexualidad femenina en una mercancía, sin considerar el deseo femenino. En este proceso de mercantilización, el gran beneficiado es el "proxeneta", que se lucra de la explotación sexual, y el "putero", que accede a la sexualidad femenina pagando por algo que no debería mercantilizarse. En consecuencia, la única postura políticamente aceptable es la abolición de la prostitución.
La segunda posición es el regulacionismo, que, con ciertos matices, representa la postura del Ministerio de Igualdad y Equidad. A diferencia del abolicionismo, esta visión suele derivarse del liberalismo y, en algunos casos, del feminismo liberal, que no se centra en la valoración moral de la mercantilización de la sexualidad, sino en que la decisión de prostituirse sea voluntaria. El trasfondo de esta postura radica en la desconfianza hacia una moral universal. Para algunas personas, mercantilizar la sexualidad puede ser un ejercicio de soberanía sobre su propio cuerpo, mientras que para otras es un acto de dominación patriarcal. Como ambas posiciones son moralmente válidas, lo importante es que no se imponga ninguna de ellas, sino que la participación en el "mercado sexual" sea voluntaria. Esta postura abarca un amplio rango de visiones: el liberalismo, por ejemplo, se conforma con la ausencia de coacción o violencia. Algunas posturas feministas liberales, por su parte, exigen que la decisión sea libre, es decir, que no esté mediada por la necesidad ni por inducción externa. En consecuencia, el Estado debe propiciar condiciones para que la mercantilización del sexo se base en el consentimiento.
A pesar de la profundidad de la discusión, ambas posiciones comparten la preocupación por el bienestar de las mujeres en condición de prostitución y el rechazo a la trata de personas y la esclavitud sexual. Sin embargo, las diferencias, aunque matizables, se han radicalizado en el debate público, principalmente porque el abolicionismo, aunque deseable como fin, requiere transformaciones difíciles de implementar a corto plazo y costosas en términos políticos, sociales y económicos. Un ejemplo es el reemplazo de rentas a gran escala: no es fácil encontrar un mecanismo que permita a muchas mujeres ( se estima que alrededor de 300,000) obtener ingresos equivalentes a los del modelaje webcam. Por otro lado, el regulacionismo, aunque moralmente cuestionable, es pragmático y se adapta mejor a las intervenciones clásicas del Estado y al paradigma jurídico liberal. Precisamente porque menos ambicioso, puede mejorar la situación de las mujeres a corto plazo a través de una regulación laboral especial. Sin embargo, "lo mejor" (el abolicionismo) se ha convertido en enemigo de "lo bueno" (el regulacionismo), polarizando la discusión y desgastando a ambas posiciones, que no son necesariamente opuestas.
Aunque escribir sobre este tema como hombre heterosexual podría percibirse como un acto de mansplaining —y de la peor calaña—, creo que vale la pena correr el riesgo si con ello logro mostrar que, pese a las profundas controversias, el regulacionismo y el abolicionismo comparten un punto de convergencia fundamental. Presentar estos enfoques como irreconciliables es una trampa que puede bloquear cualquier posibilidad de avance y enfrascar a la sociedad civil y al Ministerio de Igualdad en una disputa estéril. En realidad, ambas posturas pueden interpretarse como fases de un proceso de cambio gradual, donde la primera puede, eventualmente, conducir a la segunda. El regulacionismo, aunque insuficiente, representa un paso urgente y más accesible que la transformación radical que el abolicionismo propone. A la vez, es el paso que puede dar el Ministerio de Igualdad y Equidad, una institución que se encuentra en una situación delicada, no solo por haber sido declarada inconstitucional y estar en un lento proceso de desmantelamiento, sino también porque, desde su creación, ha estado bajo la presión de cumplir con grandes expectativas sociales y soportar los feroces ataques de la oposición. Dar este primer paso, en mi opinión, es mejor que quedarse inmerso en la planeación de una transformación total, pues, aunque sea difícil ver sus puntos de encuentro, ambos enfoques conducen al mismo objetivo: la liberación de las mujeres
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