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La filosofía estoica como antídoto para los accidentes en bicicleta

Foto del escritor: Acta DiurnaActa Diurna

Por: Hernando Urriago Benítez



Por cosas de los riesgos que corremos los ciclistas urbanos en ciudades turbulentas, hace unos días me caí de la bicicleta. Laceraciones comunes y corrientes en este tipo de estropicios: raspaduras en hombro, antebrazo y muslo derechos; "chapa y pintura", como dicen los comentaristas deportivos; eso sí, aunque con la ropa rasgada, la bicicleta quedó intacta.



De modo que durante una semana convalecí, resguardado en casa, concluyendo mi fantástica relectura de Michel de Montaigne, cuyos eternos Ensayos devoré a lo largo de poco más de 1200 páginas. Y como Montaigne, que si bien escribe sus divagaciones, solitario en el tercer piso de su Torre (que tuve la fortuna de conocer durante el verano europeo de 2024), no piensa solo, también quise reencontrarme con los aforismos, las máximas, las sentencias que en mucho alimentaron su sabia prosa autorreflexiva.


Su talante aguantador, circunspecto pero no tan grave como para extraviarse en la depresión, que además repugna, cobra templanza con la lectura de los maestros greco-latinos. Si algo aprendió Montaigne de aquellos gigantes (Ovidio, Séneca, Cicerón, Plutarco, Heráclito...) fue a reír con el entendimiento y a enjuiciar la realidad a partir de un profundo y comprometido diálogo consigo mismo. La escuela estoica le enseñó a soportar no solo su incesante cólico renal (otro dicen que biliar), sino también a enfrentar los demonios de la guerra religiosa entre católicos y protestantes que atravesó buena parte del medio siglo XVI.


Pues bien, mientras Montaigne curaba mi alma, yo curaba parte de mi cuerpo a punta de gasa, ungüentos, agua destilada y reposo; quietud que no impidió que saliera a correr e incluso a montar en bicicleta, porque algo en nosotros queda de resonancia estoica después de tan tremenda compañía libresca.


Salí una mañana en busca de otras ediciones de la obra de Montaigne y en la librería me topé con Meditaciones de Marco Aurelio y con el Manual de Vida de Epicteto. Los puse en mi maletín. Después compré otras cosas más terrestres en el supermercado del centro comercial. Volví a mi habitáculo, no sin antes pasar por la panacea (mejor, dicho, la farmacia), y seguí curándome en cuerpo y alma, o mejor, como quería Montaigne, en todo junto. Tal es su visión holística de la condición humana.



Este, en resumen, es el Inventario del Maletín de un Estoico que alguien hubiera podido constatar una vez se hubiese asomado a mi trastienda:


Tomates, tofu, kéfir (llamado también "yogurt de pajaritos"), micropore, agua destilada, pomada de caléndula, Marco Aurelio, Epicteto y Montaigne.


Juzguen ustedes.

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